Hoy en día se habla mucho, muchísimo —todos lo sabemos— del adoctrinamiento. Y hay mucho para discutir alrededor de esta presunción, que es una noción muy grave, empleada para definir lo que supuestamente pasa en nuestras aulas.
Porque, para que exista adoctrinamiento, para que funcione, hacen falta al menos dos elementos: uno, la palabra autoritaria del docente —o que el docente asuma una palabra autoritaria—. Por «autoritaria» entiendo una palabra de sentidos cerrados y unidireccional.
Yo no conozco docentes que hoy, en la Argentina, funcionen así. Habrá casos, quizás, pero de ninguna manera es lo dominante. De ninguna manera justifica una caracterización general del estado de cosas de la educación en la Argentina suponer que los docentes son preponderantemente, o mayoritariamente, o siquiera medianamente autoritarios. Para nada.
Me parece que lo que predomina es justamente una disposición a abrirse al intercambio.
Son dos instancias las que se presuponen para que pueda haber adoctrinamiento: un docente autoritario y un estudiante cuya cabeza esté lo suficientemente hueca como para que la palabra del docente penetre y sea recepcionada pasivamente, sin hacer nada con ella. Solo así hay adoctrinamiento: una palabra autoritaria y un receptor pasivo.
¿Y nuestros docentes son así? No. ¿Nuestros estudiantes son así? Tampoco.
De manera que, solamente quien imagina la educación como una escena de prepotencia puede hablar de adoctrinamiento.
Cuando uno ve el modo en que se comportó nuestro jefe de Estado en una escena escolar, uno dice: “Ah… claro, claro”, porque él efectivamente hace eso. Más allá de que no era una clase, y de que estaba dando un discurso, su prepotencia, su agresividad, su disposición a dañar, humillar y denigrar a los jóvenes que estaban ahí —chicos que estaban ahí— a quienes degradó, denigró, humilló, prepoteó, insultó… Insultó en el sentido de que, si alguno de los que estaban ahí tiene un pensamiento de izquierda, lo descalificó. Les dijo “zurditos”, celebró que se desmayaran por su palabra. Esa enunciación es de un grado de autoritarismo como pocas veces vi en gobiernos democráticos.
Nosotres no enseñamos así. No nos colocamos así. No nos posicionamos así frente a nuestros estudiantes. Y nuestros estudiantes no son receptores pasivos de lo que decimos. Por lo tanto, cuando un docente en el aula toma posición y dice lo que piensa, no está adoctrinando.
Porque si uno pensara como los que acusan de adoctrinamiento, entonces también estarían pretendiendo un docente que no piense nada sobre aquello que enseña. O sea, un docente que luzca como una especie de tarado que enseña algo —una historia, un cuento, una novela de tal período—, y cuando le preguntan “¿y usted qué piensa?”, responda “nada”.
Es un deprimente imaginario escolar: una neutralidad idiota, donde el que habla no piensa, y el que escucha tampoco. Por suerte no funciona así. Ni somos así los docentes, ni son así los estudiantes.
Los docentes tomamos posición, expresamos lo que elaboramos, nuestra propia elaboración de lo que enseñamos. Y eso, de ningún modo, se impone como palabra autoritaria ni exigimos que el estudiante lo reproduzca pasivamente. Uno expone una posición entre otras posibles. Los estudiantes devuelven sus lecturas, su perspectiva, su mirada sobre lo que uno dice. Porque no son receptores pasivos, hacen algo con eso. Hacen mucho con eso. Y en eso consiste una clase.
Una clase nunca es lo que el docente dice durante dos horas. No es eso una clase. Una clase empieza con un docente que toma la palabra y transcurre con lo que empieza a generarse: las devoluciones, las preguntas, los aportes, lo que no se entiende, lo que se asocia… Algo que se va generando entre todos en el espacio de la clase.
Aunque haya alguien que enseña y un grupo que cursa, hay interacción. Incluso diálogo con estudiantes que no toman la palabra. Digo esto para no pensar que solo participa el que levanta la mano. La escucha también actúa. Uno, como docente, registra qué pasa en las caras, en la posición de los cuerpos. No es lo mismo un estudiante atento, que uno que se desmorona, que se va, que está más en la ventana que en el aula. Y uno va desarrollando la clase en función de esa escena, de esa recepción.
Por eso, esa recepción también incide en lo que uno dice. Ahí también hay ida y vuelta, incluso sin que haya intervención verbal del estudiante. Pero además, los estudiantes sí toman la palabra. Y dicen lo que piensan. Y piensan lo que piensan sobre lo que estamos viendo, sobre lo que el docente está diciendo.
Cuando uno piensa en este campo de cuestiones, en el espacio educativo en el que estamos, donde desarrollamos nuestra práctica docente, no procedemos igual que en otros ámbitos. Y no creo que haya que proceder igual. Por ejemplo, esta enunciación que estoy haciendo ahora, en esta entrevista, no es la misma que tendría como docente frente a un curso. Ahora hablo como quien soy: una persona a la que vos le preguntás algo y que responde lo que piensa.
Pero cuando uno asume la posición de docente, frente a un curso, no es igual. La relación que uno tiene con lo que piensa no se pone en circulación de la misma manera, porque uno está en otra función: la de enseñar y promover el aprendizaje. Entonces, el lugar de enunciación y la forma de enunciación no son iguales.
Las artes tienen un rol
Yo me dedico a la literatura, pero obviamente me interesan todas. Es muy claro que las artes despliegan formas de la imaginación, de la conciencia —o de la falta de conciencia—, de la representación, de la figuración, de las utopías, de los sentidos, de los distintos órdenes de sentido, de los bordes del sin sentido, de los regímenes de sentido.
Es decir, las artes suponen, respecto de la realidad y del mundo, mil facetas. Todas las expresiones artísticas lo hacen. Porque desarrollan una modulación intensificada de los imaginarios y de las representaciones, habilitan un espacio primordial para que todas estas cuestiones puedan pensarse, formularse y vivirse.
Permiten formular deseos, imaginar utopías, recuperar memorias. Porque tienen un espacio de representación, de figuración y de lenguaje específico, tienen la posibilidad de desarrollar formas propias de figurar, de decir, de significar.
Y esas formas, a su vez, transcurren en la realidad del mundo. Dialogan con la realidad del mundo.
Entonces, las artes son espacios privilegiados para generar imaginarios y para interrogar y reflexionar sobre ellos.
Insisto: imaginarios, representaciones, figuraciones, deseos. En el campo de las artes, por supuesto que hay planos y dimensiones distintas, muy distintas. Y no se trata solo de eso que tradicionalmente se llama “alta cultura” —la literatura, el cine, la música clásica—.
Claro que todo eso es central.
Pero desde hace tiempo, por suerte, la crítica cultural, la crítica de arte y la crítica literaria se abren también a expresiones y formulaciones de lo que llamamos cultura popular o cultura de masas.
Porque también ahí hay zonas decisivas para interrogar este mismo campo de cuestiones.
No se trata de pensar que solo en la alta literatura o en la música clásica hay claves para pensar la realidad, sino que también —y muy poderosamente— en la cultura de masas hay modos de producir sentido, imaginar futuros, formular deseos o reforzar estereotipos.
Estamos en una época oscurísima. Una época en la que sectores con mucho poder desprecian todo esto que hacemos. Lo desprecian fuertemente. Y con una combinación fatal: ya no es solo ignorancia. La ignorancia, para quienes enseñamos, nunca fue un problema. Es una invitación.
Porque cuando uno da clase, trabaja sobre lo que el otro no sabe.
¡Claro que enseñamos! Porque hay cosas que los estudiantes no saben. Y también hay muchas cosas que no sabemos nosotros, por supuesto. Uno trabaja con lo que los estudiantes no saben.
Y también con lo que sí saben.
A mí me gusta hacer un chiste en clase: cuando pregunto “¿entendieron esto?” y me dicen “no”, ¡me da una alegría enorme! Porque si lo entendieran solos, ¿de qué trabajo yo? ¡Yo trabajo de que esto es difícil! Claro que trabajamos con lo que no saben. Pero también trabajamos con lo que sí saben.
Y es una premisa profundamente autoritaria suponer que, en una clase, de un lado está quien sabe todo, y del otro lado, quienes no saben nada. No. De un lado está quien sabe más —a veces porque nació antes, a veces porque preparó el tema antes de venir—, pero no desde un lugar de saber absoluto. Y del otro lado no hay una ignorancia absoluta. Siempre saben algo. Y uno, como docente, maniobra entre lo que no saben y lo que sí saben, para enseñar.
Una clase puede ser un espacio para abrir esa reflexión. Y eso no supone que alguien tome la palabra para direccionar un único sentido. Supone que alguien abre y se abre a un campo de cuestiones. Y que en ese campo, todes pensamos, todes elaboramos, todes discutimos.
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